La Costa Blanca, al igual que antes Baleares o Barcelona, se ha convertido en el nuevo refugio dorado de millonarios extranjeros. Pero detrás del brillo del turismo de lujo, se esconde un drama social: barrios vaciados de ciudadanos oriundos, alquileres imposibles y una generación de españoles condenada al éxodo como en la época de Ramsés II en el siglo XIII a.C.
El sueño extranjero se ha convertido en la pesadilla local. mirando al último informe de Sociología de la Universidad Complutense, arroja datos impactantes como que el 72% de los jóvenes españoles no puede permitirse vivir donde crecieron.

La razón no es solo la inflación, sino la avalancha de compradores internacionales con carteras más gruesas que los sueldos medios de los locales. Según el mismo estudio, en ciudades como Alicante o Palma de Mallorca, el 40% de las viviendas vendidas en el último año fueron adquiridas por extranjeros, muchas veces como segundas residencias o inversiones especulativas.
El artículo de Infobae del 22 de julio lo ilustraba con precisión…
«Los millonarios extranjeros apuestan por la Costa Blanca como alternativa a Baleares, compran viviendas de lujo a 3.000 el m²». Pero, ¿qué pasa cuando ese metro cuadrado se vuelve inalcanzable para quien trabaja y cotiza en ese mismo suelo?
Yo lo llamo el nuevo colonialismo, donde no es solo cuestión de precios, sino de identidad. Los bares de toda la vida cierran para convertirse en gastro-pubs con carteles en inglés. Los supermercados ajustan sus estanterías a productos premium para expatriados, mientras las familias locales buscan gangas en las afueras. La socióloga y compañera Laura Martínez, lo define como «turistificación excluyente» un proceso donde el territorio se moldea para el visitante rico, expulsando al que no puede pagar el nuevo estándar.
Y la frustración crece. Las pintadas «Tourist go home» en Barcelona o los carteles «No somos Disneylandia» en Málaga no son caprichos, sino el grito de una población ahogada por los alquileres turísticos y los pisos vacíos.
Puestos en ello considero legítimo defender lo nuestro, donde algunos medios tildan de «xenófobos» a quienes protestan, pero el conflicto no es contra las personas, sino contra un modelo depredador. Como señala el economista Víctor Gómez en El País, «No se critica al turista, sino a la industria que prioriza el beneficio rápido sobre la sostenibilidad social».
El turismo es una fuente de riqueza, pero no puede ser a costa del derecho a vivir en tu propia ciudad. Las empresas del sector, las administraciones y los viajeros deben trabajar juntos por un turismo sostenible, donde el crecimiento económico no excluya a quienes sostienen día a día estos destinos.
Porque al final, el mejor turismo no es el que más dinero deja, sino el que perdura sin dejar a nadie atrás.
Canadá, Nueva Zelanda y Portugal ya han puesto freno a la compra masiva de viviendas por extranjeros. España, sin embargo, sigue bailando al son del «turismo sin límites», aunque el 65% de los españoles, según el CIS, crea que la masificación perjudica su calidad de vida.
El dilema es claro, o se regula con valentía (limitando viviendas turísticas, gravando las segundas residencias o incentivando el alquiler social) o se normalizará la España a dos velocidades, la de los que veranean y la de los que sobreviven.
Mientras, en la Costa Blanca, una pareja alemana firma la compra de su ático con vistas al mar. A 20 km de allí, una familia española empaca sus muebles rumbo a un pueblo sin glamur, pero donde aún pueden pagar el recibo de la luz. El paraíso, al final, tiene dueño.
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